sábado, 9 de julio de 2011

Kukutza ikutu bez!!!




Si bien la ciudad puede ser analizada de diferentes maneras -como simple agregado territorial, como artefacto físico o conceptual cuya estructura va a condicionar la forma de vida de los sujetos-, lo que más nos interesa es aproximarnos a la urbe como un complejo entramado de interacciones, “como una unidad funcional en la cual las relaciones entre los individuos que la integran están determinadas no sólo por las condiciones impuestas por la estructura material de la ciudad ni siquiera por las regulaciones formales de un gobierno local, sino más bien por las interacciones, directas o indirectas, que los individuos mantienen los unos con los otros” (Park). La ciudad es, sobre todo, lo que hacemos con ella y en ella. La ciudad es, por encima de todo, sus ciudadanas y ciudadanos y las relaciones que establecen entre sí.

¿Ofrece la ciudad actual oportunidades para que esa interacción se produzca? “En toda América, la planificación urbana ha renunciado a su papel histórico como integradora de comunidades, y propicia un desarrollo selectivo que enfatiza las diferencias”. Esta afirmación de Michael Sorkin, realizada a principios de los Noventa, nos advierte frente a uno de los riesgos más importantes a los que se enfrenta la ciudad de hoy y, sobre todo, la de mañana: el riesgo de que, al margen de nuestras intenciones y deseos, el espacio urbano realmente existente haga físicamente imposible la interacción social imprescindible para la construcción de la cultura ciudadana.
Este espacio urbano donde la interacción social y el encuentro entre vecinos se vuelve crecientemente dificultoso es el que Pietro Barcellona denomina ciudad postmoderna, “una enorme superficie pulimentada en la que se puede patinar hasta el infinito”. La ciudad, históricamente el espacio privilegiado para la civilidad, la socialidad, la comunicación, el encuentro, la participación, se ve reducida a un espacio sin referencias, un espacio que ya no es necesario para la vida; más aún, un espacio para el que la vida no sólo no es necesaria, sino que se convierte en un auténtico engorro. Por evitar encontronazos, inevitables cuando de la vida real se trata, acabamos por volver casi imposibles los encuentros.

Hoy las ciudades se sueñan, se piensan y se diseñan para ser creativas, atractivas, emprendedoras, globales… pero entonces no se sabe qué hacer con la ciudad (y la ciudadanía) encadenada a lo local, con la ciudad (y la ciudadanía) vulnerable y frágil. Si repasamos el índice analítico del libro de Richard Florida Las ciudades creativas no encontraremos referencia ninguna a la pobreza, la desigualdad o la exclusión. Hay universitarios y jóvenes solteros, jubilados, gays y lesbianas, enclaves étnicos; hay, por supuesto, profesionales jóvenes, innovadores y talento. También hay, es verdad, “familias con ingresos bajos, desplazamiento de”; es decir, familias con ingresos reducidos que no pueden afrontar el precio de la vivienda y de la vida en los nuevos “mosaicos urbanos paraíso de los modernos” y que por ello se ven desplazados de estos lugares. Pero no hay vida, al menos no la hay en toda su complejidad.
Desaparecen los problemas, o se planifica su desaparición. Desaparece, por ello, la ciudad real. La pérdida de la ciudad significa, por tanto, la pérdida de la comunicación real al disminuir el interés por los lugares y por la gente.


Bruce Bégout ha captado perfectamente el espíritu de esta ciudad postmoderna, plagada de no-lugares, al analizar el motel americano como expresión de esta no-ciudad: “El motel, lejos de limitarse a ser una muestra del american way of life, muestra que se propaga en la actualidad en la periferia de casi todas las ciudades mundiales, concretiza nuevas formas de vida urbana donde la movilidad, el vagabundeo y la pobreza vital adquieren un lugar preponderante”. Como señala Bégout, la característica más evidente de este motel es que “no se ha previsto ningún espacio, ni externo ni interno, para acoger reuniones de inquilinos”. Por el contrario, “todo ha sido concebido para favorecer una circulación de las personas en sentido único, desde sus automóviles a sus habitaciones y viceversa”. ¿No nos recuerda esta caracterización del motel americano a muchos de los espacios que encontramos en nuestras ciudades?





La ciudad no puede ser un parque temático (Sorkin) ni un lugar de encuentro vacío, “decorado para parecer algún tipo de ciudad ideal, pero donde nadie se relaciona con nadie” (MacCannell). Más acá del espectacular skyline está siempre el topos inmediato de la vulnerabilidad, la fragilidad y la exclusión.
Abandonada a sus propias dinámicas y al contrario de lo que esperábamos, “la ciudad ya no produce sociedad” (Donzelot). La ciudad por sí sola ya no basta para producir ciudadanos ni civismo. Hoy la ciudad exige una nueva actitud por parte de sus habitantes -proactiva, propositiva- para que la vida urbana brote y se manifieste en toda su diversidad, exuberante y agonística.
Ciudadanas y ciudadanos que se reapropien del derecho colectivo a la ciudad no como consumidores de experiencias, ni como emprendedores a la búsqueda de un adecuado suelo para desarrollar su creatividad, ni siquiera como ciudadanos meramente reactivos y exigentes, sino como actores sociales empeñados en la construcción de poderes democráticos. Pues, como recuerda Barcellona, “afirmar hoy que el ciudadano en cuanto tal tiene derechos [...] puede convertirse en un simple ejercicio de lógica, que deduce de la condición de ciudadano el derecho a la atribución de recursos, como si se tratara de un corolario y no ya del terreno de un conflicto que no puede no ser colectivo y que tiene como objetivo la reforma del poder social y de las formas de convivencia”.


Rekalde ha sido siempre, con sus insurgencias ciudadanas y sus emergencias culturales, una ciudad imprevista en el sentido en que Paolo Cottino utiliza este término: “En nuestras ciudades surgen continuamente prácticas, acciones y comportamientos que, al margen de los usos tradicionales del espacio y sin respetar las reglas establecidas para el disfrute de los recursos espaciales urbanos, proponen formas nuevas de relacionarse con el territorio, de aprovechar el recurso «ciudad». Sus protagonistas, por necesidad o por voluntad propia, no se someten a la disciplina impuesta y tratan de controlar ellos mismos el proceso de construcción de la territorialidad, es decir, de la relación social con el territorio”.


Kukutza, expresión de ese activismo ciudadano que hace más y mejor ciudad cada día. Porque ni Bilbao ni Rekalde sin Kukutza serían lo mismo: Kukutza no se toca!!!



domingo, 3 de julio de 2011

Malo si no nos representan, peor si lo hacen demasiado

¿Lo que menos me gusta del 15M? La mirada excesivamente autocomplaciente que dirige hacia sí mismo. La comprendo, claro que sí. Es esa experiencia fundamental que caracteriza la fase de estado naciente de cualquier movimiento social (Alberoni): esa efervescencia, esa experiencia de empezar de cero, esa impresión de que cuando uno descubre algo (un problema, una causa, una pregunta, una respuesta, una señal, una llamada...) todo el mundo debería hacerlo. Yo también la he experimentado y, ¡qué diablos!, no renuncio a volver a hacerlo.
El problema es que esta exhaltación y este arrebato terminen convertidos en combustible que alimente la razón automática -"Levantas la voz, te indignas, lo inundas todo de tu iracundia y ya parece que tienes razón" (Juan Cruz)- o la tentación de la inocencia -con su tendencia a transformar la queja en una "forma charlatana de la renuncia" (Pascal Bruckner).

"No nos representan", (nos) dicen. Y en un sentido profundo es muy cierto. Cuando los partidos se ubican cada vez más en el terreno de la defensa del denominado interés general, su capacidad
de representación se debilita necesariamente. Porque con el interés general ocurre lo mismo que con el sentido común (el menos común de los sentidos): que se trata del menos general de los intereses en un mundo político dominado por los intereses particulares.

Pero, en otro sentido iguamente profundo, ¿pudiera darse el caso de que la peor política sea, precisamente, la que más pueda representar a una determinada ciudadanía?

Javier Marías, "¿Por qué quieren ser políticos?":

A mi modo de ver hay cinco grupos: a) sujetos mediocres que nunca podrían hacer carrera -ni tener un sueldo- si no fuera en un medio tan poco exigente como la política (sé de algún alcalde de ciudad conocido en ella, sobre todo, por ser un completo iletrado y darle a la frasca); b) sujetos que ven un modo de enriquecerse (así lo explicó sin tapujos uno que no quedó lejos de llegar a ministro); c) sujetos que sólo ansían tener poder, es decir, mandar y que la gente les pida favores; tener potestad para denegar o dar y salir en televisión; en suma, ser "alguien" (recuerdo haberle oído contar a mi padre que, apenas quince días antes de la derrota -ya segura- de la República en la Guerra Civil, había tortas para ser nombrado ministro de lo que fuese en la última remodelación gubernamental, cuando ocupar un cargo así sólo iba a traer muy graves problemas a quienes los ocupasen, al cabo de dos semanas: la vanidad no sabe de cálculos); d) fanáticos de sus ideas o metas que sólo aspiran a imponerlas; e) individuos con verdadera vocación política, con espíritu de servicio, buena fe y ganas de ser útiles al conjunto de la población y de mejorarle las condiciones de vida, de libertad y de justicia.
No hace falta decir que, de estos cinco grupos (expuestos -me disculpo- con la grosería inherente a toda simplificación), el único que merece respeto, vale la pena y resulta beneficioso y necesario es el último, que quizá por eso sea el menos nutrido. Lo llamativo es que los votantes no parezcan saber distinguir a los pertenecientes a cada grupo. Acaso no sea fácil, dado que los de los cuatro primeros fingen y engañan, copian y adoptan las maneras y los discursos de los del quinto, se presentan invariablemente como personas desinteresadas y abnegadas. Si en cada legislatura cambiaran las caras, podría entenderse que les diéramos siempre un voto de confianza y nos colaran gato por liebre. Pero esta ingenuidad no es admisible con los políticos veteranos, porque nadie es capaz de fingir bien mucho tiempo. Fingir es difícil y cansa, y el zafio, el oportunista, el tonto, el bruto, el aprovechado, el ladino, el ladrón, el engreído, el fanático, el déspota, todos acaban por parecer lo que son, y sin tardanza. ¿Cómo es que no lo vemos año tras año, legislatura tras legislatura? ¿Cómo es que no sabemos distinguir a los del quinto grupo -que los hay- ni eliminar poco a poco a los de los otros cuatro? Tal vez sería algo a lo que se podrían aplicar los integrantes del 15-M: no a descalificarlos a todos, que es lo que Franco hacía para justificar su prohibición de los partidos; sino a ir señalando, con nombres y apellidos si hace falta, a la enorme cantidad de mediocres, codiciosos, corruptos, fanáticos y engreídos que se han hecho con tanto poder en España.


Elvira Lindo, "Berlusconeando":

Veo italianos. Los observo de arriba abajo con la tranquilidad de que ellos hacen lo mismo y de que no les molesta que una mujer les mire. Entre esos italianos que veo, veo también unos cuantos Berlusconis: esos hombres de edad ya provecta que andan luchando a diario con las arrugas y las entradas en el cuero cabelludo. Y entonces mi mente comienza a construir una teoría. Aquí la dejo. Mi teoría es que nos empeñamos en pensar que el dirigente político de un país nada tiene que ver con el pueblo al que representa: lo estudiamos de manera aislada, nos mofamos de sus pulsiones, de su afición irregular por las jovencitas, de sus implantes capilares, sus estiramientos de piel, su campechanía excesiva, la irreprimible necesidad de ser gracioso, de su aire sobrado, del patoso nacionalismo, el orgullo sin motivo, la condescendencia con las mujeres, la simpatía que de pronto se vuelve insultante o de esa manera impúdica de abusar del poder, como si fuera un derecho de por vida. Así hemos visto el problema italiano: como si todo se redujera a Berlusconi, como si no hubiera gente que lo vota, que quiere parecerse a él, jovencitas que se le rinden o jovencitos que admiran su astucia. Pero siempre, y más en las democracias, hay un parecido entre el gobernante y el pueblo gobernado. Veo italianos. Y debo decir que son tremendamente agradables a la vista, que incluso los feos son guapos, es más, yo diría que los más feos son los más guapos, porque lucen narices esculpidas a martillazos y ojos de pez. Pero esa belleza no me ciega y encuentro con frecuencia una autoestima masculina muy berlusconiana. Pero cuidado, que cuando paseo por España veo Rajoys o Camps (más en los últimos tiempos). No, ellos no nacen de un repollo, somos nosotros los que les damos aliento, vida. Y votos.

Malo, muy malo, es que los políticos no nos representen.
Peor aún que algunos políticos, los peores de todos, nos representen demasiado.