sábado, 4 de junio de 2016

No somos como lobos


Ya me he referido a esta declaración de Javier Sotil, presidente del Grupo Mondragón, en algún seminario en el que me ha tocado participar estos días pasados. Desafortunada incluso como analogía. Darwinismo burdo. Seguridad de quien se sabe lobo; tal vez no exactamente macho alfa, pero lobo. Carnívoro depredador que otea el mundo económico como campo de caza.
¿Salir como lobos? Eso sólo puede significar que otras y otros acabarán sacrificados como corderos. Que unos se comerán el mundo a dentelladas, mientras otros se verán privados hasta del más mísero bocado.
Pero no somos lobos. O no deberíamos serlo. Al menos, no según describe a estos complejos y fascinantes animales esa burda narrativa del capitalismo neo-medieval.

Leyendo la novela de Philip Meyer El hijo (Random House, 2015), encuentro este fragmento:

Oyendo a esos tres hablar de la muerte de Dutch Hollis, cualquiera diría que ha habido un accidente, la caída de un rayo, una inundación repentina, la mano de Dios. No la de mi hijo. "Tenía que hacerlo, reaccioné por instinto", el sheriff se limitaba a asentir, tomándose nuestro whisky, mi padre le volvía a llenar el vaso.
Me he planteado interrumpirlos para señalar que la historia de la humanidad se caracteriza por un único movimiento inexorable: del instinto animal al pensamiento racional, del comportamiento innato al conocimiento adquirido. Una cría de pantera a medio crecer abandonada a a intemperie se convertirá en una pantera perfectamente normal. Pero un niño a medio crecer abandonado de un modo similar se convertirá en un salvaje irreconocible, incapaz de vivir en una sociedad normal. Sin embargo, hay quienes insisten en lo contrario: que somos criaturas instintivas, como los lobos.



No somos como los lobos. Y eso a pesar de que El hijo es una historia de saga, épica, violenta:

El año que murió [John Fitzerald Kennedy], aún había texanos vivos que habían visto cómo a sus padres les cortaban la cabellera los indios. La tierra estaba sedienta. Seguía habiendo algo primitivo en ella. En el rancho habían encontrado puntas de flecha tanto de los clovis como de los folsom, y mientras Jesús subía al Calvario los indios mogollon seguían abriéndose la cabeza unos a otros con hachas de piedra. Cuando llegaron los españoles estaban los sumas, jumanos, mansos, los la juntas, los conchos y los chisos y tobosos, ocanas, cacaxtales, los cohuiltecos, los comecrudos... pero si habían aniquilado a los mogollon o eran descendientes de ellos, eso nadie lo sabía. Todos fueron exterminados por los apaches. Que a su vez fueron exterminados, al menos en Texas, por los comanches. Que al final fueron exterminados por los americanos.
Un hombre, una vida: apenas era digno de mención. Los visigodos destruyeron a los romanos, y aquellos fueron destruidos por los musulmanes. Que fueron destruidos por los españoles y los portugueses. No hacía falta Hitler para ver que no era una historia agradable. Y, sin embargo, ahí estaba ella. Respirando, pensando todo esto. La sangre que corría por la historia colmaría todos los ríos y océanos, pero pese a tantas matanzas, ahí estabas tú.

Pero no somos como lobos. O, al menos, no deberíamos serlo.

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