jueves, 28 de julio de 2011

Cañones o mantequilla

Julián García Vargas fue ministro de Sanidad entre 1986 y 1991 y ministro de Defensa de 1991 a 1995. En una entrevista publicada hoy por EL PAÍS se muestra preocupado por la sostenibilidad de nuestro Estado de bienestar, en general, y por el sistema de salud en particular. Según él, "el sistema en tiempos de normalidad es sostenible, pero no estamos en época de normalidad". Por eso "hay que plantearse reducir el 5% de las prestaciones para salvar el 95% con la calidad impecable que deben tener". Reducir un poquito para mantener una calidad impecable... No suena mal. Lo que me sorprende es esa exactitud en los cálculos: un 5%, ni más ni menos. No un 3, ni un 4'5, o un 17.
"No hay dinero para todo", dice con solemnidad. Claro, es economista, y sabe de estas cosas. Quienes no lo somos, en cambio, desconocemos lo que es la escasez. De ahí que nuestra demanda de prestaciones sea incontrolada. "Lo que hay que hacer -propone- es que la cultura de contención del gasto se instale en la sanidad". Y asumir pequeños sacrificios (unos sacrificios exactamente del 5%), como por ejemplo: "Si tiene que haber dos personas en una habitación de hospital, que sea". ¿Si tiene que haber dos personas en una habitación? Este hombre hace mucho tiempo que no pisa un hospital (público).
Eso sí, la necesaria contención no debería impedir "cierta financiación adicional", que él cuantifica en 12.000 millones de euros, que son la deuda que las comunidades tienen con los proveedores farmacéuticos.

Julián García Vargas fue ministros de Sanidad, primero, y de Defensa, después. Hoy es patrono de la Fundación Pfizer. Si fuese patrono de la Fundación Blackwater, ¿tal vez sostendría que para salvar la calidad de la defensa es preciso reducir prestaciones militares?

domingo, 24 de julio de 2011

Conversar más, conversar mucho, contra el odio y la pureza

El filósofo Michael Oakeshott señaló en una conferencia dictada en 1951 en la London School of Economics que la educación política consiste, sobre todo, en "aprender el modo de participar en una conversación". Una conversación que reconozca al otro como interlocutor legítimo, concernido por preocupaciones e intereses similares a los míos, aunque su manera de abordarlos y/o resolverlos pueda ser muy distinta.
Conversación, digo, que no mera "comunicación"; pues ni de lejos es lo mismo, a pesar de que cada vez más en la política se confundan ambos conceptos. "Tenemos que comunicar mejor", se dice, sólo para renegar de la conversación con la ciudadanía. Verticalismo y unidireccionalidad discursiva frente a horizontalidad y diálogo.

"En el universo cibernético de la regulación y de la gobernanza, los seres humanos no actúan: reaccionan a las señales que reciben de los sistemas de información en los cuales están insertos. Y no se hablan, sino que se comunican por medio de estos sistemas. [...] Sustitución de la acción por la reacción, y de la conversación por la comunicación [...]. El director de empresa reacciona a las señales de los mercados financieros como el dirigente político reacciona a los sondeos de opinión; y cuanto más elevada sea su posición, menos poder tienen de conversar y más obligados se ven a 'comunicar'" (Supiot, El espíritu de Filadelfia).

La masacre de Noruega es consecuencia extremada de una actitud que se extiende cada vez más en nuestras sociedades, y que se manifiesta cada día en la política: el rechazo a conversar.

Leo que los republicanos rompen el diálogo con Obama sobre la deuda estadounidense, que amenaza con abocar al país a la suspensión de pagos. Y me pregunto cómo va a ser posible ningún diálogo si es cierto que "después de las elecciones legislativas de 2010, en pleno ascenso de la ideología más ultra, más de 200 republicanos de la Cámara de Representantes y más de 40 senadores de ese partido juraron simbólicamente ante el Tea Party que jamás, bajo ninguna circunstancia, votarían a favor de una subida de impuestos". Como señala el comentarista, "contradecirse ahora, no solo es decepcionar al Tea Party, sino usar el nombre de Dios en vano" (El País).
Hace un lustro el profesor de la Universidad de Nueva York Ronald Dworkin advertía de la ausencia de un debate decente en la vida política norteamericana, entendendo por debate "la actividad que las personas que comparten una base común integrada por ciertos principios políticos muy básicos llevan a cabo cuando argumentan acerca de qué políticas concretas reflejan mejor esos principios compartidos". Sin embargo, pareceria que la mayoría de las personas que se posicionan a cada lado de la divisoria política entre demócratas y republicanos están convencidas "de que es inútil razonar con la otra parte o ni siquiera intentar entenderla" (Ronald Dworkin, La democracia posible).

Islamófobo, fundamentalista cristiano, enemigo del multiculturalismo y de una socialdemocracia que, según él, lo apoya, el autor de la terrible masacre de Noruega hacía suya una frase que en algunos periódicos se atribuye a Stuart Mill: "Una persona con una creencia iguala la fuerza de 100.000 que solo tienen intereses". No sé si la autoría es correcta. En todo caso, Stuart Mill escribe en Sobre la libertad en contra de quienes, en el transcurso de una discusión, buscan "estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales", concluyendo de esta manera:
"Debe reconocerse el merecido honor a quien, sea cual sea la opinión que sostenga, tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que en realidad son sus adversarios y sus opiniones, sin exagerar nada que pueda desacreditarlas, ni ocultar lo que pueda redundar en su favor. Esta es la verdadera moralidad en la discusión pública; y aunque con frecuencia sea violada, me felicito de pensar que hay muchos polemistas que la observan escrupulosamente y un número mayor todavía que conscientemente se esfuerzan por observarla".

¡Si Stuart Mill levantara la cabeza y escuchara las tertulias!